La isla de los perros

Jeremy Shepherd vivía en Londres y era un treintañero y bien pagado editor de una revista para hombres, de las que crean tendencias, hasta que fue presa de una crisis existencial. O sea, ese instante en el que uno no se pregunta con quién va a cenar esa noche, o adónde irá a tomar una copa, sino qué ha hecho de su vida. Y, a la hora de la verdad, Jeremy -o Shep, como lo llamarán en los oscuros circuitos que recorrerá en el futuro- optó por una respuesta entre radical y minimalista. Renunció a su trabajo, vendió su piso y volvió a vivir con sus padres a la oscura ciudad de provincias de la que se había marchado años antes. Y consiguió un aburrido y seguro puesto de funcionario, un trabajo que no le exige competir y lo aleja de la carrera de ratas por el ascenso social y el prestigio, y donde puede pasar una parte considerable de su jornada laboral recorriendo webs porno, chateando y concertando encuentros. Porque Jeremy ha encontrado el sentido de su vida en el sexo, y más específicamente, en la muy moderna -o quizá antiquísima- escena del cancaneo, follar mientras otros miran, y mirar mientras otros follan. Y cada noche se cepilla los dientes y se peina, se pone su traje negro y su camisa blanca, y prepara su bolsa. Ya no lleva un ordenador, sino condones, lubricante y un plátano para reponer energías. Y se dirige a los lugares de encuentro, aparcamientos solitarios o desérticas vecindades de los centros comerciales, donde los aficionados a estas y otras nocturnidades burlan las cámaras de los circuitos cerrados de vigilancia que, como Dios, están en todas partes, e intentan vivir la democracia del sexo, el instante del éxtasis, el momento de la sensación verdadera...