A los cincuenta y dos años, Dmitri Pávlovich Sanin, cansado y con «aversión a la vida», reflexiona una noche «sobre la vanidad, la inutilidad, la vulgar falsedad de todo lo humano». Al rebuscar en unos cajones ha encontrado una pequeña cruz de granates que le retrotrae a su juventud, cuando, ocioso y despreocupado, viajaba por Europa y recaló en Fráncfort. Allí se enamoró de ...
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